La
palabra santo ha sido muy llevada y traída a lo largo de la historia del
cristianismo generalmente descontextualizándola y por ende encubriendo su
significado. Un santo, lo que se dice un verdadero santo, ¿es alguien que nunca
peca?, ¿alguien que nunca se equivoca?, ¿alguien que nunca comete errores? Si este
fuera el parámetro de comparación, ¿quién podría cumplirlo como para ser
identificado como santo?
Honestamente,
leyendo la Biblia, salvo Jesús cuya vida fue perfecta y sin pecado, ¿qué otro
personaje pudiera caer en la anterior definición?, ¿Abraham?, ¿Noé?, ¿Moisés?,
¿David?, ¿Salomón?, ¿Pablo?, ¿Pedro? Si leemos sus historias podemos ver que
estos, al igual que todos los demás personajes de la Escritura —repito: salvo
Jesús— estuvieron muy lejos del parámetro de perfección que la palabra
santidad, mundanamente entendida, trae a nuestra mente, “como está escrito: no
hay justo, ni aun uno”.
Santo
se traduce de la palabra hebrea קָדוֹשׁ, kadôsh, la cual significa “ser
dedicado a, apartado para, entregado a, separado para, designado para”. Es así
como un santo, en el sentido bíblico es aquella persona que ha sido apartada
para el servicio de Dios. Esta definición permite entender que un santo lo es si
entregado está al servicio divino aunque —y esto es muy importante— cometa aún
errores, se equivoque e incluso llegue a pecar, como dice la Palabra “si
decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos y la verdad no
está en nosotros”.
En
este entendido, es decir: si un santo puede equivocarse, puede errar, puede
pecar, ¿cuál es la diferencia entonces entre él y alguien impío? La principal
diferencia es que el primero, el santo, aquel que ha sido dedicado al servicio
de Dios, no se conforma con el pecado, es más: cuando llega a tropezar, a caer,
a pecar, siente ese remordimiento, sabe que hizo mal, no se justifica, no
argumenta, venido ante Dios pide perdón, se levanta, se sacude y sigue su
andar. Por el contrario el impío no siente remordimiento alguno, para él lo que
hizo estuvo bien, se justifica, argumenta, y por ende no viene ante Dios a pedir
perdón por lo que su andar se aleja cada vez más del Camino. Como dice la
Escritura “porque siete veces cae el justo, y vuelve a levantarse; más los
impíos caerán en el mal”
Visto
de esta forma un santo no es alguien que no conoce el pecado, sino que lo
conoce tan bien como para darse cuenta que
no ha sido llamado para eso, que no forma eso parte de su vida, que no está en
su futuro el vivir de esa manera. Entonces ¿qué hacer cuando se tropieza, se
cae, se peca?, tal como ya se comentó la opción, la única opción es aceptar, reconocer
el error, el pecado, pedir perdón ante el Padre por medio de Jesucristo,
levantarse y seguir andando por el Camino.
Con
todo y todo hay un peligro muy sutil en esto: creer que dado que uno sigue
siendo carnal, débil y falible, luchar contra el pecado es tan fútil que
realmente se vuelve inútil y entonces caer en una desidia donde uno se
endurezca y ya no importe pecar, pero ¿qué dice la Escritura? “si pecáremos voluntariamente después
de haber recibido el conocimiento de la verdad, ya no queda sacrificio por el
pecado sino una horrenda esperanza de juicio, y hervor de fuego que ha
de devorar a los adversarios”.
Estas
llamado a ir de triunfo en triunfo en Cristo Jesús, eso no quiere decir que en
el presente siglo no te equivoques, no cometas errores, no peques, quiere decir
que día con día debes salir a mostrar y demostrar que tu deseo por agradar en
Dios es más grande que la debilidad inherente a tu presente carnalidad, después
de todo un triunfador no es
alguien que no conoce el fracaso, sino alguien que lo conoce tan bien como para
saber que no pertenece ahí.
Roberto
Celaya Figueroa, Sc.D.
Formación
• I+D+i • Consultoría
Desarrollo
Empresarial - Gestión Universitaria - Liderazgo Emprendedor
Referencias:
Romanos 3:10; 1 Juan 1:8; Job 25:4; Proverbios
24:16; Job 5:19; 2 Corintios 4:8-12; 1 Juan 2:1; Efesios 4:26; 1 Pedro 1:15-19;
Hebreos 10:26-27; 2 Pedro 2:20-21; 2 Corintios 2:14
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