Hay quienes allegados a la vida cristiana, al responder al llamado del Padre para salvación en el presente siglo, caen en lo que podría decirse una especie de letargo espiritual: justificándose que no es el propio esfuerzo el que nos consigue alcanzar las promesas dadas, sino que esto es gracias a la iluminación y fortaleza que imparte el Espíritu de Dios en cada uno, dejan de esforzarse esperando sea Dios quien haga todo.
Sobre esta actitud, la Escritura es muy clara y corrige constantemente sobre este pensamiento. “Pasé junto al campo del hombre perezoso, y junto a la viña del hombre falto de entendimiento; y he aquí que por toda ella habían crecido los espinos, ortigas habían ya cubierto su faz, y su cerca de piedra estaba ya destruida. Miré, y lo puse en mi corazón; lo vi, y tomé consejo”, señala de manera contundente el libro de Proverbios.
Sobre esto mismo, Cristo en su momento les dijo a los de Su tiempo, y en su figura a los cristianos de todos los tiempos, “no todo el que me dice: ``Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos”; de igual forma Pablo escribiendo a los de Roma es muy claro al señalar que “no son los oidores de la ley los justos ante Dios, sino los hacedores de la ley serán justificados”.
Entonces, ¿cómo entender esto? Sabemos muy claramente que la salvación viene de gracia, “porque por gracia sois salvos por medio de la fe [—señala Pablo escribiendo a los de Éfeso—]; y esto no de vosotros, pues es don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe”, más sin embargo, una vez salvos, estamos llamados a una vida de santidad que devenga en justificación, “antes bien, creced en la gracia y el conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo” señalaba Pedro en su segunda carta y en su primer carta señala “desead como niños recién nacidos, la leche pura de la palabra, para que por ella crezcáis para salvación”.
Sería algo así como aquel que desea entrar a una universidad, la mejor del mundo, pero ésta está fuera de su alcance, siendo que la universidad, al enterarse del deseo de esta persona le concede su ingreso de manera gratuita, pero una vez dentro la persona deberá demostrar a través de su dedicación que realmente está interesado en su formación.
Tener una actitud indolente hacia la salvación dada demuestra un desprecio de la misma, pero esto es peor ya que el Enemigo, el Mundo y la Carne constantemente luchan en nosotros y contra nosotros para que no alcancemos las promesas del Padre, siendo que, como en el caso de un río que se desea cruzar, si uno no se esfuerza por llegar a la otra orilla será arrastrado por la corriente, o como decía Pedro en su segunda carta “Porque si después de haber escapado de las contaminaciones del mundo por el conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo, de nuevo son enredados en ellas y vencidos, su condición postrera viene a ser peor que la primera”.
La simbología escritural donde las naciones, pueblos y tribus de la tierra son presentadas como aguas es muy acertada pues eso son: aguas turbulentas agitadas por el Enemigo, el Mundo y la Carne, por lo que los elegidos deben luchar todos los días, guiados y fortalecidos por el Espíritu de Dios, para alcanzar las promesas que se han dado, después de todo “la vida es un río, si no avanzas con decisión hacia donde quieres, la corriente te arrastrará hacia donde no quieres.
Roberto Celaya Figueroa, Sc.D.
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Referencias:
Proverbios 24:30-32; Mateo 7:21; Tito 1:16; Romanos 2:13; Santiago 1:22; Efesios 2:8-9; Hechos 15:11; 2 Pedro 3:18; Efesios 4:15; 1 Pedro 2:2; 1 Corintios 3:1; 2 Pedro 2:20; Hebreos 10:26-27; Revelación 17:15
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