miércoles, 31 de octubre de 2018

Si bien nuestros pensamientos nos guían y nuestros dichos nos comprometen, son nuestras acciones las que nos definen


Como podemos ver, todo en la existencia se rige de leyes, desde los planetas y sus órbitas, a través de las leyes físicas, hasta la inmensa diversidad de seres vivos, a través de las leyes de la biología; incluso y de igual forma las creaciones humanas, desde una empresa hasta una comunidad, tienen sus reglas.

De igual forma a nivel personal pudiéramos decir que existen reglas, no tan estrictas y exactas como las leyes de la física o de la biología, pero igualmente importantes para definir lo que somos, una de esas leyes, carnal por cierto, es la ley del mínimo esfuerzo.

La ley del mínimo esfuerzo implica conseguir lo que queremos aplicando la menor cantidad de recursos en ello, de nuevo, esta es una ley carnal, y como tal está en contra de las exigencias espirituales de nuestro Padre Dios que espera de nosotros perfección y santidad.

Dentro de esa ley del mínimo esfuerzo se enmarca un pensamiento muy peligroso que señala que con sólo creer en Jesús, como nuestro redentor, uno ya es salvo.

Si bien es cierto la Escritura señala eso, hay que aclarar que se refiere a la salvación que nadie puede alcanzar por sus esfuerzos, por sus propias obras,  y que nos es otorgada por el Padre a través del sacrificio de nuestro Señor Jesús.

Pero pensar que eso es todo lo que de nosotros espera nuestro Padre es engañarnos ya que la misma Escritura señala que “no son los oidores de la ley los justos ante Dios, sino los que cumplen la ley, ésos serán justificados”, en ese mismo orden de ideas nos dice que “el que mira atentamente a la ley perfecta, la ley de la libertad, y permanece en ella, no habiéndose vuelto un oidor olvidadizo sino un hacedor eficaz, éste será bienaventurado en lo que hace”, y de igual forma nos señala que “en esto sabemos que amamos a los hijos de Dios: cuando amamos a Dios y guardamos sus mandamientos”.

Pero quien todavía quiera rechazar esa necesidad de vivir de acuerdo a lo que el Padre espera de nosotros, y argumente que dado es por gracia que se es salvo y no requiere obedecer ley alguna, haría bien en escuchar la recriminación de ese Jesús que dicen haber aceptado cuando señala “¿por qué me llamáis, Señor, Señor, y no hacéis lo que yo digo?”, y para mayor claridad del punto, ese mismo Jesús aclara que “No todo el que me dice: “Señor, Señor”, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos”.


No guardamos los mandamientos de Dios para ser salvos, eso nos ha sido otorgado gratuitamente por el Padre a través del sacrificio redentor de nuestro Señor Jesús, sino que más bien porque somos salvos es que guardamos Sus mandamientos. “Muéstrame tu fe sin las obras, -decía el Apóstol Santiago- y yo te mostraré mi fe por mis obras”, esto ya que si bien nuestros pensamientos nos guían y nuestros dichos nos comprometen, son nuestras acciones las que nos definen.


Roberto Celaya Figueroa, Sc.D.
Formación • I+D+i • Consultoría
Desarrollo Empresarial - Gestión Universitaria - Liderazgo Emprendedor




Referencias:
Romanos 8:5; 1 Pedro 1:16; Mateo 5:48; Hechos 16:31; Efesios 2:8; Romanos 2:13; Santiago 1:25; 1 Juan 5:2; Lucas 6:46; Mateo 7:21; Santiago 2:18

miércoles, 24 de octubre de 2018

Hay algo que nadie nunca te podrá quitar y es la capacidad y responsabilidad de tomar tus propias decisiones. Nadie más que tú eres responsable de tu vida.



Desde la desobediencia de nuestros primeros padres, la humanidad siempre ha tratado de quitar de sobre sí las responsabilidades que sus actos acarrean. Adán ante Dios señalaba a la mujer como responsable de haberle dado el fruto del árbol prohibido. De igual forma cada uno de nosotros puede de una manera u otra tratar de hacer responsable a los demás de nuestras decisiones y por lo tanto exonerarnos de sus consecuencias.

Pero bueno, una cosa son los pensamientos de los hombres y otra muy distinta los pensamientos de Dios y en este sentido la Escritura es muy clara en que cada quien responderá de sus propios actos, de sus propias decisiones, y por ende,  las consecuencias que de ellos se acarree.

La noción anterior puede verse desde tres perspectivas. La primera, la más evidente, tiene que ver con nuestra salvación. Debemos mantenernos ocupados en nuestra salvación con temor y con temblor. Temor para hacer el bien y odiar el mal, y temblor para no dejar que nada ni nadie nos arrebate las promesas.

La segunda es para no andarnos metiendo en la vida de los demás ni como jueces, ni como maestros, ni como preceptores, nadie es más que los demás, nadie tiene la verdad última y perfecta, todos estamos siendo edificados, y  a todos se nos ha dispensado la infinita misericordia y el eterno amor del Padre al habernos sido llamados a salvación.

La tercera, y tal vez la más sutil y que deviene de las otras dos, es que debemos ejercer misericordia hacia el hermano y siendo testimonio de Aquel que nos ha llamado a salvación, ayudar al más débil en la fe, sin ser piedra de tropiezo, para su propia corrección, edificación y salvación, siempre con caridad y con extrema humildad.

Es así como esa responsabilidad que sobre nuestras decisiones y nuestras acciones tenemos no debe ser egoístamente entendida como pretexto para convertirnos en una isla y desatendernos de los demás, todos somos responsables de todos, pero no con un sentido de superioridad unos con otros sino de humildad y fraternal caridad.

Siguiendo la enseñanza de nuestro Señor Jesús, debemos primero trabajar en las vigas que tengamos en nuestros ojos y luego ayudar al hermano con la paja que pudiera tener en el suyo, después de todo hay algo que nadie nunca te podrá quitar y es la capacidad y responsabilidad de tomar tus propias decisiones. Nadie más que tú eres responsable de tu vida.



Roberto Celaya Figueroa, Sc.D.
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Referencias:
Génesis 3:12; Isaías 55:8; Romanos 14:12; Gálatas 6:5; Eclesiastés 12:14; Filipenses 2:12-16; Revelación 3:11; Lucas 6:37; Mateo 7:1; Mateo 23:8,10; Colosenses 2:7; Efesios 2:20; Judas 1:20; Efesios 2:4-5; 1 Pedro 5:10; Tito 2:11-12; 2 Timoteo 1:9; Ezequiel 3:19; Lucas 17:3; Santiago 5:19; Mateo 18:15; Mateo 7:5; Lucas 6:42

miércoles, 17 de octubre de 2018

Como dice en algunos espejos retrovisores de autos: "las cosas están más cerca de lo que parecen"



El ser humano por naturaleza es alguien desesperado, parece como si supiera que tiene poco tiempo en esta tierra y quiere todo rápido. Esta actitud en el creyente puede ser muy dañina para su proceso espiritual pues el mismo lleva algo de tiempo.

Job, por ejemplo, se quejaba de que la vida humana era muy corta y cargada de amarguras, David también señalaba lo corto de la vida y cómo es que ésta estaba sujeta a vanidad. Haciendo eco de esto Salomón hablaba de los días del hombre como penosos y cargados de dolor ¡incluso señalaba que ni de noche descansa nuestro corazón!

Dado que Dios mismo ha dicho que tiene planes de bienestar y no de calamidad, para darnos un futuro y una esperanza, al no ver esto realizado en lo que va de la historia de la humanidad la desazón, la desesperanza, pueden hacer veamos sus promesas como tardadas.

Si uno se fija en esto puede ver como muy dilatado el cumplimiento de las promesas de Dios. Pedro se quejaba de algunos que viendo esto se jactaban del incumplimiento de las promesas de Dios, pero también aclara que Dios tiene Sus tiempos y en estos existe la consideración para que todos vengan a salvación.

El dolor es algo inherente a la vida humana, pero Dios incluso a través de él está obrando una obra gloriosa en nosotros. La Escritura nos presenta como granos de trigo que, al igual que nuestro Señor Jesús, debemos morir para dar vida. Siguiendo este símil Isaías señala como es que de la misma forma el grano de trigo no se tritura para siempre, Dios ha puesto un límite a este siglo y su vanidad estando cada vez más cerca el cumplimiento pleno de lo prometido.

De igual forma la Escritura reconoce el estado actual de las cosas, donde la tristeza y el desazón permea nuestra vida,  pero esperanzadoramente nos permite vislumbrar ese estado futuro de gloria plena al señalar que si bien con lágrimas iniciamos nuestro andar llevando la semilla de la siembra con gritos de alegría traeremos nuestras gavillas.

De los personajes mencionados al inicio, al final Job reconoció que  hablaba lo que no entendía y le pidió a Dios que por lo tanto Él le enseñase. David aceptó que es la Verdad Divina la que guía nuestro andar y le pidió a Dios que le mostrara Sus caminos, Sus senderos. Y Salomón admitió que todo puede resumirse en temer a Dios y guardar Sus mandamientos.

Para avanzar hacia las promesas dadas debemos estirarnos hacia ellas, como Pablo decía, en vez de estar volteando hacia lo que va quedando atrás, después de todo, como dice en algunos espejos retrovisores de autos: "las cosas están más cerca de lo que parecen"



Roberto Celaya Figueroa, Sc.D.
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Referencias:
Job 14:1; Salmos 89:47; Eclesiastés 2:23; Jeremías 29:11; 2 Pedro 3:3-9; Salmos 126:6; Job 42:1-4; Samos 25:4-5; Eclesiastés 12:13; Filipenses 3:13

miércoles, 10 de octubre de 2018

Un líder nunca exige de sus seguidores más de lo que él mismo da, pero si les exige más de lo que ellos pueden dar



Cuando de liderazgo en la iglesia de Dios hablamos, generalmente uno tiende a pensar en sus dirigentes, pero si bien nuestros dirigentes tienen ciertas responsabilidades muy puntuales en la congregación,  la Escritura nos habla de que todo cristiano es llamado a ser líder, a ser en este tiempo sal de la tierra y luz del mundo y en el mundo venidero reyes y sacerdotes con Cristo Jesus.

Lo anterior no puede lograrse si el cristiano en la actualidad muestra un espíritu de apocamiento, de tibieza, sobre esto, Pablo escribiendo a Timoteo deja muy claro que “no nos ha dado Dios espíritu de cobardía, sino de poder, de amor y de dominio propio” y luego le indica que “por tanto, no te avergüences de dar testimonio de nuestro Señor”, lo mismo va para nosotros.

Lo anterior no quiere decir que el cristiano no puede equivocarse, tropezar o de plano incluso caer, lo que quiere decir es que en cada momento estamos en una lucha constante para llegar cada uno a reflejar, por la acción del Santo Espíritu de nuestro Padre Dios que en nosotros mora, el perfecto carácter de Jesucristo, nuestro Señor y Salvador.

Visto de esta forma ese liderazgo es como uno, antes de pretender decirle a los demás qué o cómo hacerle en su vida, busca constantemente trabajar en sí mismo en la viga que uno puede traer en el ojo antes de ayudar al hermano con la paja que trajese en el suyo.

De nuevo: hay que ser astutos como las serpientes y prudentes como las palomas,  lo anterior no quiere decir que no exhortemos o que no podamos redargüir o corregir cuando vemos algo mal en los demás, pero debemos hacerlo con humildad y sencillez, viendo primero en nosotros si no es que estamos peor que quien queremos reprender.

Finalmente cada quien responderá por sus obras, por eso si uno se acerca al hermano para alguna amonestación siempre deberá hacerse con un sentido de amor fraternal, de preocupación sincera por su salvación, pero sabiendo que todo aquel que se erija como maestro de los demás recibirá un juicio más severo.

Un juicio más severo deviene porque si uno dice “yo sé”, entonces así se le juzga y si enseña a los demás bien o mal, así recibirá; por ello debe uno día con día evaluarse, corregirse, edificarse y santificarse, no por nuestros propios esfuerzos o nuestros propios méritos, sino por la gracia de Dios, Su luz y Su fuerza, que a través de Su Santo Espíritu nos dispensa.

La ayuda a los demás en su propia edificación deviene del mandato supremo de amar al prójimo como a nosotros mismos, sabiendo que ello implica animarse y edificarse unos a otros, buscando no nuestros propios intereses sino los del prójimo y recordando, en consecuencia, que un líder nunca exige de sus seguidores más de lo que él mismo da, pero si les exige más de lo que ellos pueden dar.


Roberto Celaya Figueroa, Sc.D.
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Referencias:
Mateo 5:13-16; Revelación 1:6; 5:10; Mateo 7:3-5; Lucas 6:42; Mateo 10:16; Jeremías 31:30; Romanos 14:12; Mateo 18:15; Santiago 3:1; Mateo 5:19; Juan 9:41; Marcos 12:31; 1 Tesalonicenses 5:11; 1 Corintios 10:24

miércoles, 3 de octubre de 2018

¿Que quieres arreglar el mundo? Excelente... ¿pero que tal si comienzas por mejorar el pequeño mundo que eres tú mismo?



Una verdad constante en la vida del cristiano es que no somos de este mundo, Pedro se refería a la iglesia de Dios como formada por extranjeros y peregrinos y Pablo escribiendo a los Filipenses les indicaba como es que su ciudadanía, así como la nuestra, está en los cielos.

¿Quiere decir lo anterior que el cristiano es entonces un apático de las cosas de este mundo? Para nada. Lo que pasa es que en su mente y en su corazón tiene muy claro el orden de prioridades sabiendo que lo primero en su vida es buscar el Reino de Dios y su justicia sabiendo que todo lo demás le vendrá por añadidura.

Con todo y todo hay que reconocer que como personas nos duele, nos molesta y nos indigna, la maldad, la injusticia, el desafuero que hay en el mundo y que quisiéramos que todo fuera ya diferente. Eso está bien, es señal de que no estamos llamados a lo que ahorita es, pero las prioridades no deben confundirse.

Independientemente de esto hay mucho que uno puede hacer por este mundo y esto lo refiere la Escritura como ser sal de la tierra y luz del mundo, para ello, uno debe vivir, no sólo confesar, los principios cristianos sobre los que se erige nuestra vida.

Pablo escribiendo a los Efesios les decía que fueran obedientes a sus patrones, con temor, temblor y sinceridad, y hablaba de cosas terrenales pero para el cristiano con un sentido que va más allá. También escribiendo a Timoteo, Pablo le dice que hay que pedir por los gobernantes para poder vivir una vida tranquila y sosegada, de nueva cuenta cosas terrenales pero vistas de manera espiritual.

De igual forma, Santiago, escribiéndoles a los que habían venido a la fe, los llama a tener obras que muestren esa fe y entre las cuales ejemplifica el vestir al desnudo, el dar pan al hambriento, por cierto esto lo retoma de aquellos dichos de Jesús referido al juicio de las naciones donde los que hicieron misericordia con los hambrientos, sedientos, forasteros, desnudos o presos, serán reconocidos, mientras los que obraron injusticia serán condenados. La parábola del Buen Samaritano deja claro para el cristiano que con todos y para todos, es decir, el mundo en sí, debemos practicar misericordia.

El cristiano, si bien debe tener obras de misericordia y caridad, debe entender que no está aquí para cambiar al mundo, sino para dar testimonio ante él de la salvación que por misericordia del Padre a través de Su Hijo, Jesús, ha venido. El primer llamado para uno es buscar el Reino de Dios, así que antes de pretender cambiar el mundo uno debe trabajar en sí mismo para no ser esos que dicen “Señor, Señor” pero no hacen la voluntad de Quien les ha llamado.

Una vez viviendo en nosotros el llamado del que hemos sido objeto, es cuando podemos ser ante los demás testimonio de la Vida, la Luz y la Verdad, y a través de nuestras obras de misericordia y caridad, si no cambiar el mundo, al menos sí irnos moldeando a la imagen del Hijo, Quien es reflejo de la gloria del Padre, así que no lo olvides ¿que quieres arreglar el mundo? Excelente... ¿pero que tal si comienzas por mejorar el pequeño mundo que eres tú mismo?


Roberto Celaya Figueroa, Sc.D.
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Referencias:
Juan 17:16; 1 Pedro 2:12; Filipenses 3:20; Mateo 6:33; Mateo 5:13-16; Efesios 6:5; Santiago 2:14-26; Mateo 25:31-46; Lucas 10:25-37; Mateo 7:21-23; Efesios 4:13; Hebreos 1:3