Es
un hecho que mientras los elegidos aún militemos en esta carne débil, torpe,
rebelde y cobarde, estamos expuestos a las insidias del Enemigo, el Mundo y la
Carne, pero una cosa es enfrentar lo que provenga de esto y otra muy distinta
que uno mismo lo propicie guardando en el alma sentimientos que dañan.
En
lo que se conoce como El Sermón del Monte, después de dar nuestro Señor las
llamadas Bienaventuranzas, comienza a darle lustre a la Ley llevándola a
niveles espirituales. Uno de esos aspectos tiene que ver precisamente con esos
sentimientos que pueden dañarnos.
“Oísteis
que fue dicho a los antiguos: No matarás; y cualquiera que matare será culpable
de juicio. Pero yo os digo que
cualquiera que se enoje contra su hermano, será culpable de juicio; y
cualquiera que diga: Necio, a su hermano, será culpable ante el concilio; y
cualquiera que le diga: Fatuo, quedará expuesto al infierno de fuego. Por
tanto, si traes tu ofrenda al altar, y allí te acuerdas de que tu hermano tiene
algo contra ti, deja allí tu ofrenda delante del altar, y anda, reconcíliate
primero con tu hermano, y entonces ven y presenta tu ofrenda. Ponte de acuerdo
con tu adversario pronto, entre tanto que estás con él en el camino, no sea que
el adversario te entregue al juez, y el juez al alguacil, y seas echado en la
cárcel. De cierto te digo que no saldrás de allí, hasta que pagues el último
cuadrante”.
Este
discurso no está dirigido para aquellos que rechazan a Jesús, por el contrario,
está dirigido para aquellos que han optado por seguirle, y en ese sentido, es
de destacar que previo a venir al Padre, nuestro Señor establece como requisito
el reconciliarse con el hermano, pero hay más: Nuestro Señor no señala que esto
se haga si uno le ha hecho daño al hermano, no: el señala que si incluso es el
otro quien tiene algo contra uno, de uno mismo debe salir el intento de
reconciliarse.
¿Difícil?,
claro que sí, eso va en contra de nuestra naturaleza, pero quien ha nacido de
nuevo, como escribe Pablo a los de Galacia, “han crucificado la carne con sus
pasiones y deseos”. Y, ante esto, alguien podrá decir “¿cómo es que he
crucificado la carne con sus pasiones y deseos cuando aún la padezco?”, lo que
pasa es que, siguiendo el símil con la
crucifixión, aquella pena no mataba al transgresor inmediatamente, con
nosotros es lo mismo, hemos crucificado la carne con sus pasiones y deseos pero
aún están en proceso de morir, como escribe Juan en su primera carta “amados,
ahora somos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que hemos de ser; pero
sabemos que cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos
tal como él es”.
“Pero,
¿y si no me nace?”, podrá alguien decir, pero en esto hay que entender que en
ninguna parte de la Escritura, lo requerido por Dios a sus hijos pasa por la
condicionante de “si nos nace”, son cuestiones volitivas es decir, uno las debe
hacer porque así agradamos al Padre más allá de si nos nace o no, pero no hay
problema: llegará el momento en que nos nazca, como también escribe Juan en su
primera carta: “Ninguno que es nacido de Dios practica el pecado, porque la
simiente de Dios permanece en él; y no puede pecar, porque es nacido de Dios”, así
que llegará el momento en que, nacidos de Dios en la
resurrección/transformación, no pequemos más e incluso el servir a Dios nos
nazca.
Al
haber respondido al llamado del Padre para venir a salvación en el presente
siglo nos hemos comprometidos a llegar a ser, por su Espíritu en nosotros,
perfectos y santos como Él mismo lo es, lo cual pasa por no guardar en el alma
sentimientos contrarios a un hijo de Dios, después de todo tu no sostendrías en
la mano un carbón ardiendo, entonces ¿por qué guardar en tu alma sentimientos
que te dañan?
Roberto Celaya Figueroa, Sc.D.
Formación
• I+D+i • Consultoría
Desarrollo
Empresarial - Gestión Universitaria - Liderazgo Emprendedor
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