A
todos los elegidos nos gusta mucho hablar de las promesas que se nos han sido
dadas, de esa esperanza de ser reyes y sacerdotes en el reino venidero donde ya
no habrá más llanto, ni clamor, ni dolor; de alguna forma podríamos decir que
dichas promesas son un sueño para nosotros, no en el sentido de algo irreal
sino en el sentido de algo ideal que esperamos con certeza. Con todo y todo, al
igual que los sueños que uno tiene en la vida, la realización de éste implica
para uno el trabajar por ello.
La
noción de trabajar por el reino, para alcanzar las promesas, les parece a
algunos escandalosa pues, consideran, que uno está tratando de ser salvo por
sus propios esfuerzos, pero esto no es así. Los elegidos sabemos que la
salvación nos ha sido granjeada por el sacrificio redentor de Jesús, como escribe Pablo a los de Éfeso: “Porque
por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don
de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe”.
Pero
de igual forma se entiende que la fe necesita ponerse por obra, como escribe
Jacobo el medio hermano de Jesús: “Hermanos míos, ¿de qué aprovechará si alguno
dice que tiene fe, y no tiene obras? ¿Podrá la fe salvarle? Y si un hermano o
una hermana están desnudos, y tienen necesidad del mantenimiento de cada día, y
alguno de vosotros les dice: Id en paz, calentaos y saciaos, pero no les dais
las cosas que son necesarias para el cuerpo, ¿de qué aprovecha? Así también la
fe, si no tiene obras, es muerta en sí misma”.
Este
trabajar para poner por obra esa fe que se dice profesar puede verse
magistralmente representada por aquella parábola de los talentos donde “un
hombre que yéndose lejos, llamó a sus siervos y les entregó sus bienes […] A
uno dio cinco talentos, y a otro dos, y a otro uno, a cada uno conforme a su
capacidad; y luego se fue lejos. Y el que había recibido cinco talentos fue y
negoció con ellos, y ganó otros cinco talentos. Asimismo el que había recibido
dos, ganó también otros dos. Pero el que había recibido uno fue y cavó en la
tierra, y escondió el dinero de su señor. Después de mucho tiempo vino el señor
de aquellos siervos, y arregló cuentas con ellos. Y llegando el que había
recibido cinco talentos, trajo otros cinco talentos […] Llegando también el que
había recibido dos talentos, dijo: Señor, dos talentos me entregaste; aquí
tienes, he ganado otros dos talentos sobre ellos […] Pero llegando también el
que había recibido un talento, dijo: […] tuve miedo, y fui y escondí tu talento
en la tierra; aquí tienes lo que es tuyo”. Todos conocemos el final de esa
historia: los dos primeros que demostraron ser fieles en lo poco fueron puestos
sobre mucho entrando en el gozo de su Señor mientras que el último fue echado
afuera a las tinieblas.
La
Escritura en todo momento nos imparte admoniciones contra el ser desidiosos,
negligentes con el llamado al que se ha respondido: “Pobre es el que trabaja
con mano negligente, más la mano de los diligentes enriquece”, o “el alma del
perezoso desea, pero nada [consigue,] más el alma de los diligentes queda
satisfecha”, de esta forma el esfuerzo que en su andar por el Camino imprime el
elegido no menosprecia el sacrificio redentor de Jesús, al contrario: lo valora
en toda su extensión pues una vez redimidos, una vez rescatados de la muerte,
demuestra con su vida misma, con sus obras, que su deseo, su intención, es
vivir conforme a la voluntad del Padre, después de todo un sueño deja de serlo, para hacerse realidad, cuando
despiertas de ello y te pones a trabajar.
Roberto
Celaya Figueroa, Sc.D.
Formación
• I+D+i • Consultoría
Desarrollo
Empresarial - Gestión Universitaria - Liderazgo Emprendedor
Referencias:
Revelación
1:6; Éxodo 19:6; Revelación 21:4; Isaías 25:8; Efesios 2:8-9; Romanos 3:24; Santiago
2:14-17; Lucas 3:11; Mateo 25:14-30; Proverbios 10:4; Eclesiastés 10:18; Proverbios
13:4; Juan 6:27
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