Si
tuviéramos que hablar de una característica en común en cuanto a todas las
personas ésta bien podría ser la constante insatisfacción que permanentemente
se tiene ante la vida. En el caso del cristiano esto es igual, lo cual es
entendible pues no estamos llamados a menos que a ser santos y perfectos, lo
cual, mientras no se logre, nos hará sentir incompletos.
Ante
esta insatisfacción relacionada con nuestro actual vivir hay dos opciones:
ceder ante la imposibilidad de lograr en esta vida esa satisfacción deseada o
bien hacer algo para cambiar esa situación.
Frente
a esta disyuntiva el mundo, si bien constantemente está tratando de cambiar esa
situación, lo hace por un camino que trae más insatisfacción y, lo que es peor,
que en muchos de los casos conduce a aquello que no se desea, ya que como bien
se sabe hay camino que al hombre le parece derecho; pero su fin es camino de
muerte.
En
el caso de los elegidos lo anterior debería ser radicalmente opuesto, es decir,
a sabiendas que no es nuestro esfuerzo el que logra se concreticen las promesas
del Padre recibidas, se tiene muy en claro que solamente poniendo por obra esa
fe que se dice profesar puede cambiarse en parte nuestra actualidad pero de
manera total nuestra eternidad.
Esto
pareciera ser una contradicción, es decir, ¿para que esforzarnos si no depende
de nosotros alcanzar aquello que se nos tiene reservado?, pero la realidad es
que ese esfuerzo es requerido primero para que el Padre forme en nosotros, a
través de Su Santo Espíritu, Su propio carácter perfecto y santo, y segundo para
evidenciar ese deseo de alcanzar aquellas promesas.
Es
algo así como el niñito que se esfuerza por dar sus primeros pasos, es más que
evidente que todavía no sabe, es más: no puede caminar por sí mismo, pero el
solo hecho de intentarlo lo va fortaleciendo para en un momento futuro poder
caminar, de igual forma, si el padre lo ve haciendo ese esfuerzo se inclina, lo
toma, y lo ayuda en el mismo, apoyo sin el cual lo más probable es que el niño
no pudiera aprender a caminar, pero si el padre no ve esfuerzo alguno tampoco obligaría al hijo a ello pues eso no solo
sería contraproducente sino incluso dañino en su desarrollo.
De
igual forma, y aunque se sabe que la plenitud de las promesas pertenece al
reino venidero, hay efectos relacionados con un buen vivir, con un sano vivir, con
un santo vivir, que desde ya comienzan a beneficiarnos, como escribe Pablo en
su segunda carta a los de Corinto: “Por tanto, amados, teniendo estas promesas,
limpiémonos de toda inmundicia de la carne y del espíritu, perfeccionando la
santidad en el temor de Dios”.
La
otra opción, a saber: la de la desidia ante la vida cediendo a esta y
renunciando a todo esfuerzo, ni natural ni mucho menos espiritualmente tiene
sentido si quiera considerarla, pero la misma debe identificarse para reconocerla cuando nuestra
carnalidad nos impulse a ello para que, con la luz y fuerza que deviene del
Santo Espíritu de nuestro Padre Dios, remontar esa tendencia material sabiendo
que estamos llamados a una eternidad gloriosa, así que ya lo sabes: ¿Qué no te
gusta el plato que la vida te sirvió? ¡Pues levántate y prepárate otro!
Roberto
Celaya Figueroa, Sc.D.
Formación
• I+D+i • Consultoría
Desarrollo
Empresarial - Gestión Universitaria - Liderazgo Emprendedor
Referencias:
1 Pedro 1:16; Levítico 11:44; Mateo 5:48; Deuteronomio
18:13; 2 Corintios 7:1; 2 Corintios 6:17,18; Proverbios 14:12; Mateo 7:13,14; Santiago
2:18; Mateo 7:16; Santiago 3:13
No hay comentarios:
Publicar un comentario