¿Qué
podría decirse que es lo más difícil de la vida cristiana?, ¿las tentaciones?,
¿las tribulaciones?, ¿el esfuerzo por vivir píamente?, cada quien pudiera tener
su propia respuesta a esta pregunta pero en lo personal considero que uno de
los aspectos más difíciles de la vida cristiana es que precisamente no vemos en
nosotros esos cambios completos y definitivos que como parte de haber
respondido al llamamiento esperaríamos ya fuesen visibles en nuestra vida.
¿Siempre
eres honesto?, ¿en tu corazón no hay rencores?, ¿no tienes malos pensamientos?,
¿tu hablar es siempre edificante?, ¿no te gana a veces el coraje?, vayamos
todavía más en esto: ¿ya dejaste de pecar?, en pocas palabras ¿consideras que
tu vida ya es perfecto y santa como se espera de nosotros?
¡Oh,
qué difícil situación!, si acepto mi debilidad pudiera caer en la indolencia de
ya no esforzarme, si no la acepto y día con día busco alcanzar eso que ahorita
me es imposible puedo desalentarme, deprimirme, ¿entonces?, la solución parcial
a esto es entender —y diferenciar— que una cosa es el camino y otra muy
distinta el destino, curiosamente ambas están íntimamente relacionadas.
El
camino es ese andar que en la propia vida experimentamos y cuya vivencia nos
habilita para reflejar el carácter perfecto y santo del Padre, experiencia que
por su propia definición implica entender a cabalidad las consecuencias tanto
de ser obediente a la voluntad del Padre así como de serle rebelde. El destino
es esa meta final referida a ser reyes y sacerdotes con Cristo en el reino
venidero donde, despojados de esta cabalidad, podamos servir a Dios de manera
perfecta y santa.
Menciono
que el entendimiento anterior es apenas una solución parcial pues la solución
definitiva tendrá pleno cumplimiento cuando regrese nuestro Señor y seamos
transformados dejando atrás esta carnalidad que ahorita nos impide alcanzar ese
ideal de perfección y santidad.
Ahora
bien, de manera práctica, ¿cómo poner el anterior pensamiento por obra? La
Escritura responde al señalar que “siete veces cae el justo, y vuelve a
levantarse”, y Pablo, sobre esto mismo, aconseja la mejor actitud que ante lo
expresado en párrafos anteriores pudiera uno tener cuando a los de Filipo les
dice “Hermanos, yo mismo no hago cuenta de haber lo ya alcanzado; pero una cosa
hago: olvidando ciertamente lo que queda atrás, y extendiéndome a lo que está
delante, prosigo al blanco, al premio de la soberana vocación de
Dios en Cristo Jesús”.
¿Y
qué hacer con esa reconvención que nuestra conciencia nos hace cuando
incurrimos en algo contrario a la voluntad del Padre?, Juan en su primer carta
aconseja “si alguno hubiere pecado, abogado tenemos para con el Padre, a
Jesucristo el justo”, como escribe Pablo a los Hebreos “por lo cual Él [Cristo]
también es poderoso para salvar para siempre a los que por medio de Él se
acercan a Dios, puesto que vive perpetuamente para interceder por ellos”.
¿Te
tropezaste?, ¿caíste?, ¿cometiste algún pecado?, ¡pues levántate!, no has sido
llamado para derrota, para abatimiento, sino para ser vencedor en Cristo Jesús,
y como dice la Escritura hay “más gozo en el cielo por un pecador que se
arrepiente [—aunque este pecador sea alguien que ya respondió al llamado y por
su andar en el Camino tropezó y cayó—], que por noventa y nueve justos que no
necesitan de arrepentimiento”, conque sin mirar lo aún no conseguido sigamos
avanzando hacia el pleno cumplimiento de las promesas que del Padre se han
recibido, así que paciencia, a veces las semillas tardan en germinar pero al
final todas florecen.
Roberto
Celaya Figueroa, Sc.D.
Formación
• I+D+i • Consultoría
Desarrollo
Empresarial - Gestión Universitaria - Liderazgo Emprendedor
Referencias:
Mateo
5:48; 1 Pedro 1:16; Deuteronomio 18:13; 2 Timoteo 3:12; 2 Corintios 4:9; Proverbios
24:16; Salmos 37:24; Filipenses 3:14; Romanos 11:29; 1 Juan 2:1; Romanos 5:10; Hebreos
7:25; Efesios 3:20; Romanos 8:37; 1 Corintios 15:57; Filipenses 3:21; 1 Corintios 15:49
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