Uno de los más grandes conflictos que experimenta
quien respondiendo al llamado del Padre viene a salvación, son los tropiezos,
las caídas, los pecados que se sigue cometiendo después de ello, después de
todo la Escritura señala que “ninguno que es nacido de Dios practica el pecado,
porque la simiente de Dios permanece en él; y no puede pecar, porque es nacido
de Dios”, ¿cómo puede conciliarse lo primero con lo segundo?
En primer lugar la Escritura no señala que quienes
vengan a salvación ya jamás tropezarán, caerán o pecarán, pero lo que sí dice
es que los elegidos no se dan por vencidos sino que siguen en la lucha, “porque
siete veces cae el justo, y vuelve a levantarse; más los impíos caerán en el
mal”.
En segundo lugar aún no hemos llegado a ser lo que
el Padre pensó para cada uno de nosotros desde la eternidad, “ahora somos hijos
de Dios, y aún no se ha manifestado lo que hemos de ser; pero sabemos que
cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él
es”.
En tercer lugar, si bien nuestras debilidades,
cobardías y torpezas pueden hacernos caer, tropezar, tenemos Quien interceda
por nosotros cuando venimos a arrepentimiento, “Hijitos míos, estas cosas os
escribo para que no pequéis; y si alguno hubiere pecado, abogado tenemos para
con el Padre, a Jesucristo el justo”.
Y en cuarto lugar, no es tanto que no tropecemos,
que no caigamos, sino más bien que, a diferencia del mundo, no nos conformemos
con ello, es más, que eso nos haga sentir mal, incómodos, sucios, lo cual implica
que estamos en proceso de dejar de ser lo que somos para llegar a ser lo que
seremos, “porque sabemos que la ley es espiritual; más yo soy carnal, vendido
al pecado. Porque lo que hago, no lo
entiendo; pues no hago lo que quiero, sino lo que aborrezco, eso hago. Y si lo que no quiero, esto hago, apruebo que
la ley es buena. De manera que ya no soy
yo quien hace aquello, sino el pecado que mora en mí. Y yo sé que en mí, esto es, en mi carne, no
mora el bien; porque el querer el bien está en mí, pero no el hacerlo. Porque no hago el bien que quiero, sino el mal
que no quiero, eso hago. Y si hago lo
que no quiero, ya no lo hago yo, sino el pecado que mora en mí. Así que, queriendo yo hacer el bien, hallo
esta ley: que el mal está en mí. Porque
según el hombre interior, me deleito en la ley de Dios; pero veo otra ley en mis miembros, que se
rebela contra la ley de mi mente, y que me lleva cautivo a la ley del pecado
que está en mis miembros. ¡Miserable de
mí!, ¿quién me librará de este cuerpo de muerte? Gracias doy a Dios, por Jesucristo Señor
nuestro. Así que, yo mismo con la mente sirvo a la ley de Dios, más con la
carne a la ley del pecado”.
Entonces ¿cómo entender la cita inicial donde la
Escritura señala que “ninguno que es nacido de Dios practica el pecado, porque
la simiente de Dios permanece en él; y no puede pecar, porque es nacido de Dios”?
Recordemos que hay tres nacimientos: el de la sangre (cuando nacemos
físicamente), el del agua (cuando bautizados venimos a salvación), y el del Espíritu
(cuando resucitados seamos transformados), no es sino hasta este último nacimiento
cuando habremos nacido completa y totalmente como hijos de Dios siendo que será
en ese momento cuando el pecado ya no tenga potestad sobre nosotros, así que no
olvides que la fuerza que te hace levantar de cada caída, es la misma que logra
hacer de nuestro mundo un lugar mejor.
Roberto
Celaya Figueroa, Sc.D.
Formación
• I+D+i • Consultoría
Desarrollo
Empresarial - Gestión Universitaria - Liderazgo Emprendedor
Referencias:
1 Juan 3:9; 5:1,4,18; 1 Pedro 1:23; Proverbios
24:16; Job 5:19; 2 Corintios 4:9; 1 Juan 3:2; Job 19:26; Salmos 17:15; 1 Juan 2:1;
Romanos 7:14-25; Juan 3:3; Romanos 6:6
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