miércoles, 6 de noviembre de 2019

La fuerza que te hace levantar de cada caída, es la misma que logra hacer de nuestro mundo un lugar mejor



Uno de los más grandes conflictos que experimenta quien respondiendo al llamado del Padre viene a salvación, son los tropiezos, las caídas, los pecados que se sigue cometiendo después de ello, después de todo la Escritura señala que “ninguno que es nacido de Dios practica el pecado, porque la simiente de Dios permanece en él; y no puede pecar, porque es nacido de Dios”, ¿cómo puede conciliarse lo primero con lo segundo?

En primer lugar la Escritura no señala que quienes vengan a salvación ya jamás tropezarán, caerán o pecarán, pero lo que sí dice es que los elegidos no se dan por vencidos sino que siguen en la lucha, “porque siete veces cae el justo, y vuelve a levantarse; más los impíos caerán en el mal”.

En segundo lugar aún no hemos llegado a ser lo que el Padre pensó para cada uno de nosotros desde la eternidad, “ahora somos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que hemos de ser; pero sabemos que cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él es”.

En tercer lugar, si bien nuestras debilidades, cobardías y torpezas pueden hacernos caer, tropezar, tenemos Quien interceda por nosotros cuando venimos a arrepentimiento, “Hijitos míos, estas cosas os escribo para que no pequéis; y si alguno hubiere pecado, abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo”.

Y en cuarto lugar, no es tanto que no tropecemos, que no caigamos, sino más bien que, a diferencia del mundo, no nos conformemos con ello, es más, que eso nos haga sentir mal, incómodos, sucios, lo cual implica que estamos en proceso de dejar de ser lo que somos para llegar a ser lo que seremos, “porque sabemos que la ley es espiritual; más yo soy carnal, vendido al pecado.  Porque lo que hago, no lo entiendo; pues no hago lo que quiero, sino lo que aborrezco, eso hago.  Y si lo que no quiero, esto hago, apruebo que la ley es buena.  De manera que ya no soy yo quien hace aquello, sino el pecado que mora en mí.  Y yo sé que en mí, esto es, en mi carne, no mora el bien; porque el querer el bien está en mí, pero no el hacerlo.  Porque no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero, eso hago.  Y si hago lo que no quiero, ya no lo hago yo, sino el pecado que mora en mí.  Así que, queriendo yo hacer el bien, hallo esta ley: que el mal está en mí.  Porque según el hombre interior, me deleito en la ley de Dios;  pero veo otra ley en mis miembros, que se rebela contra la ley de mi mente, y que me lleva cautivo a la ley del pecado que está en mis miembros.  ¡Miserable de mí!, ¿quién me librará de este cuerpo de muerte?  Gracias doy a Dios, por Jesucristo Señor nuestro. Así que, yo mismo con la mente sirvo a la ley de Dios, más con la carne a la ley del pecado”.

Entonces ¿cómo entender la cita inicial donde la Escritura señala que “ninguno que es nacido de Dios practica el pecado, porque la simiente de Dios permanece en él; y no puede pecar, porque es nacido de Dios”? Recordemos que hay tres nacimientos: el de la sangre (cuando nacemos físicamente), el del agua (cuando bautizados venimos a salvación), y el del Espíritu (cuando resucitados seamos transformados), no es sino hasta este último nacimiento cuando habremos nacido completa y totalmente como hijos de Dios siendo que será en ese momento cuando el pecado ya no tenga potestad sobre nosotros, así que no olvides que la fuerza que te hace levantar de cada caída, es la misma que logra hacer de nuestro mundo un lugar mejor.


Roberto Celaya Figueroa, Sc.D.
Formación • I+D+i • Consultoría
Desarrollo Empresarial - Gestión Universitaria - Liderazgo Emprendedor


Referencias:
1 Juan 3:9; 5:1,4,18; 1 Pedro 1:23; Proverbios 24:16; Job 5:19; 2 Corintios 4:9; 1 Juan 3:2; Job 19:26; Salmos 17:15; 1 Juan 2:1; Romanos 7:14-25; Juan 3:3; Romanos 6:6

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