martes, 29 de diciembre de 2020

Un líder ve una meta, no como el final del camino, sino como el inicio de otro

 


Cuando venimos a salvación aceptando al sacrificio redentor de Jesús y nos bautizamos nuestros pecados nos son perdonados y si bien mediante la inmediata imposición de manos el Espíritu Santo comienza a morar en nosotros nuestra naturaleza carnal sigue vigente por lo que el esfuerzo para remontarla es continuo.

 

Ese esfuerzo implica el crucificar la carne con sus pasiones ofreciendo a Dios nuestro cuerpo como sacrificio vivo y santo, pero de igual forma, hay cuestiones que toman tiempo vencer definitivamente lo cual no quiere decir que una vez logrado esto nuestra lucha habrá terminado.

 

Sobre esto, Pablo escribiendo a los de Filipo les dice: “Hermanos, yo mismo no pretendo haberlo ya alcanzado; pero una cosa hago: olvidando ciertamente lo que queda atrás, y extendiéndome a lo que está delante,  prosigo a la meta, al premio del supremo llamamiento de Dios en Cristo Jesús”. Si Pablo reconocía que él aún no había conseguido llegar a la meta, ¿realmente podremos creer que nosotros sí?

 

El andar por el Camino es de un esfuerzo constante, no para ser salvos lo cual ya somos de gracia por la muerte de nuestro Señor Jesucristo sino para alcanzar las promesas que se nos han dado.

 

De manera general, todos los defectos que podamos en nosotros seguir encontrando, todas esas fallas y debilidades, pueden ser englobados como falta de sabiduría ya que, como Jesús mismos dice, al conocer la verdad, pero la verdad plena, somos libres, pero libres completamente. Es por eso que Jacobo, el medio hermano de Jesús, sobre esto señala “y si alguno de vosotros tiene falta de sabiduría, pídala a Dios, el cual da a todos abundantemente y sin reproche, y le será dada”.

 

Con todo y todo este andar por el Camino, estos retos que enfrentamos, estas luchas que combatimos, nos van dando en Cristo Jesús triunfos que, como escribe Pablo en su segunda carta a los de Corinto, nos van “transforma[ndo] de gloria en gloria en la misma imagen [de Cristo], como por el Espíritu del Señor”.

 

Este proceso no es de golpe sino que lleva toda nuestra vida, por lo que cada triunfo que se obtenga no es el final de nuestro andar sino el aliciente para seguir avanzando, como escribe Pablo a los de Éfeso, “hasta que todos lleguemos a la unidad de la fe y del conocimiento pleno del Hijo de Dios, a la condición de un hombre maduro, a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo”.

 

En el culmen del liderazgo estamos llamados a ser plenamente hijo de Dios, lo cual implica que en nuestro andar por el Camino hacia las promesas alcanzaremos metas, obtendremos triunfos, que nos habilitaran, que nos motivarán, a continuar nuestro esfuerzo, después de todo un líder ve una meta, no como el final del camino, sino como el inicio de otro.

 

 

Roberto Celaya Figueroa, Sc.D.

Formación • I+D+i • Consultoría

Desarrollo Empresarial - Gestión Universitaria - Liderazgo Emprendedor

www.rocefi.com.mx



Referencias:

Hechos 2:38; Efesios 1:7; Hechos 8:17; 2 Timoteo 1:6; Gálatas 5:24; Romanos 6:6; Filipenses 3:13-14; Hebreos 6:1; Efesios 2:8-9; Romanos 3:24; Juan 8:32; 2 Corintios 3:17; Santiago 1:5; Mateo 7:7; 2 Corintios 3:18; Romanos 8:29; Efesios 4:13; 2 Pedro 1:4


martes, 15 de diciembre de 2020

Recuerda: ecuanimidad en las caídas y ecuanimidad en los triunfos

 


La vida cristiana no solo está hecha de tribulación, de tropiezos o de sufrimiento, también hay momentos de logro, de conquista, de alegría, pero en ambos casos la madurez del espíritu debe imponerse para ni deprimirse en el primer caso ni vanagloriarse en el segundo.

 

El andar por el camino lleva consigo tropiezos, caídas, esto es dado por la actual carnalidad que padecemos y seguiremos padeciendo en tanto no venga nuestro Señor y seamos transformados, con todo y todo esas caídas son momentáneas, por lo que no deben llevarnos a depresión, como dice David en uno de sus salmos “echa sobre Jehová tu carga, y él te sustentará; no dejará para siempre caído al justo”

 

De igual forma esos triunfos que en el andar se experimentan no deben ensoberbecer a quien los consigue ya que, después de todo, cualquier pequeña conquista es gracias al Espíritu de Dios que mora en uno, como señala Santiago, el medio hermano de Jesús en su carta “pero él da mayor gracia. Por esto dice: Dios resiste a los soberbios, y da gracia a los humildes”.

 

Ambos extremos, de los que debemos por cierto cuidarnos, pueden entenderse en aquel proverbio que señala “vanidad y palabra mentirosa aparta de mí; no me des pobreza ni riquezas; mantenme del pan necesario; no sea que me sacie, y te niegue, y diga: ¿Quién es Jehová? O que siendo pobre, hurte, y blasfeme el nombre de mi Dios”.

 

Ese pedir a Dios no nos de pobreza ni riqueza, la primera para no codiciar lo ajeno y la segunda para no olvidar a Dios, además de la evidente aplicación al ámbito material, puede entenderse de igual forma en el ámbito espiritual como ya se ha mencionado: no sufrir ese desierto espiritual al grado que nos lleve a depresión ni tampoco vanagloriarnos de los triunfos que se obtengan como si los mismos hubiesen sido alcanzados por nuestra propia fuerza.

 

Está bien entristecerse con las caídas, esa es señal que aún tenemos el Espíritu de Dios en nosotros, como dice David en otro de sus salmos “los sacrificios de Dios son el espíritu quebrantado: Al corazón contrito y humillado no despreciarás tú, oh Dios”. De igual forma es correcto alegrarnos cuando vemos un triunfo en nuestro andar que evidencia nuestro crecimiento espiritual, como señala Pablo en su segunda carta a los de Corinto “pero gracias a Dios, que en Cristo siempre nos lleva en triunfo, y que por medio de nosotros manifiesta en todo lugar la fragancia de su conocimiento”.

 

Los tropiezos, las caídas, son algo inherente al andar por el Camino mientras aún militemos en la actual carnalidad, de igual forma los éxitos, los triunfos, son algo que en el caminar experimentaremos por el Espíritu de Dios que nos va fortaleciendo e iluminando, en ambos casos debemos tener el carácter para ni deprimirnos por lo primero ni vanagloriarnos por lo segundo, así que recuerda: ecuanimidad en las caídas y ecuanimidad en los triunfos.

 

 

Roberto Celaya Figueroa, Sc.D.

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Referencias:

Salmos 55:22; 1 Pedro 5:7; Proverbios 16:3; Santiago 4:6; Job 22:29; Santiago 4:10; Proverbios 30:8-9; Salmos 119:29,37; 1 Timoteo 6:8; Salmos 51:17; 1 Samuel 15:22; Salmos 34:18; 2 Corintios 2:14;  1 Corintios 15:57; Juan 16:33


martes, 8 de diciembre de 2020

Tus objetivos deben tener tres características, no solo dos: ser alcanzables, ser medibles, ¡y ser apasionantes!


 


Siendo de aquellos que hemos respondido al llamamiento del Padre para venir a salvación en el presente siglo, si se nos preguntara  sobre nuestra esperanza, creo que todos coincidiríamos en señalar que ésta es ser con Cristo reyes y sacerdotes en el reino venidero.

 

Esta meta, si bien es loable y de hecho es la que le da sentido a nuestro andar por el Camino, debe tener de igual forma objetivos a corto y mediano plazo que nos permitan ir creciendo en el conocimiento de Dios y Su Hijo y, poniendo por obra esa fe que se dice profesar, ir madurando hasta alcanzar la estatura perfecta de Cristo.

 

¿Se entiende la diferencia? Una cosa es tener en claro las promesas que se nos han dado, otra muy distinta, y a la vez considero indispensable para lo primero, es que sepamos qué debemos ir comprendiendo, qué debemos ir haciendo en nuestra vida para aquello.

 

Pongo un ejemplo. Retomemos la pregunta inicial “¿cuál es la esperanza qué tienes como hijo de Dios?”, la respuesta que ya se dijo es “ser con Cristo reyes y sacerdotes en el reino venidero”. Excelente. Ahora viene la otra pregunta “¿qué estás haciendo, que te falta hacer, para alcanzar eso?”.

 

¿Ves la diferencia? Un hijo de Dios sabe aquello en lo que ha puesta su esperanza, de igual forma un hijo de Dios debe saber qué es aquello que le hace falta para alcanzar lo primero.

 

Pablo en su primera carta a los de Corinto les aclara lo anterior cuando les dice “¿no sabéis que los injustos no heredarán el reino de Dios? No erréis; ni los fornicarios, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los que se echan con varones, ni los ladrones, ni los avaros, ni los borrachos, ni los maldicientes, ni los estafadores, heredarán el reino de Dios”. Esto en cuanto al hacer. En función de esto, ¿hay aún algo en lo que cada quien deba trabajar?, si la respuesta es sí, ¿qué está cada uno haciendo para ello?

 

De igual forma Pablo escribiendo a los Hebreos les dice “porque debiendo ser ya maestros, después de tanto tiempo, tenéis necesidad de que se os vuelva a enseñar cuáles son los primeros rudimentos de las palabras de Dios; y habéis llegado a ser tales que tenéis necesidad de leche, y no de alimento sólido.  Y todo aquel que participa de la leche es inexperto en la palabra de justicia, porque es niño;  pero el alimento sólido es para los que han alcanzado madurez, para los que por el uso tienen los sentidos ejercitados en el discernimiento del bien y del mal”. Esto en cuanto al saber. En función de esto, ¿hay aún algo en lo que cada quien deba trabajar?, si la respuesta es sí, ¿qué está cada uno haciendo para ello?

 

Sin duda alguna que la esperanza que se nos ha dado excede con mucho las tribulaciones que en la actualidad se padecen, pero de igual forma esa esperanza debe estar cimentada en propósitos que permitan avanzar por el Camino hacia lo primero, después de todo tus objetivos deben tener tres características, no solo dos: ser alcanzables, ser medibles, ¡y ser apasionantes!

 

Roberto Celaya Figueroa, Sc.D.

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Referencias:

Colosenses 1:10; 2 Pedro 1:8; Efesios 4:1; 2 Pedro 3:18; Efesios 4:15; 2 Tesalonicenses 1:3; Efesios 4:13; 1 Corintios 14:20; Efesios 1:17; 1 Corintios 6:9-10; Gálatas 5:19-21; Efesios 5:5; Hebreos 5:12-14; Colosenses 3:16; 1 Pedro 4:11

martes, 1 de diciembre de 2020

Cada día es un nuevo comenzar, una nueva oportunidad, un nuevo intentar y lo que es mejor ¡es todo tuyo!

 


Cuando uno responde al llamamiento que del Padre hemos recibido, llega con una ánimo, con una motivación propia de aquello a lo que hemos respondido, pero conforme pasa el tiempo los tropiezos, las caídas, vamos: los pecados que seguimos experimentando por nuestra carnalidad comienzan a hacer mella en aquello que la Escritura llama el primer amor hasta llegar a enfriarlo.

 

Esto es normal, incluso natural, ya que deviene de nuestra propia carnalidad, es decir, lo que ahorita somos pesa tanto que quiere incluso definir lo que podemos llegar a ser, pero lo que debemos tener en mente es que esto último no depende de nosotros sino del trabajo que el Espíritu de Dios hace en cada uno, como señala la Palabra: “Estoy persuadido de que el que comenzó en ustedes la buena obra, la perfeccionará hasta el día de Jesucristo”.

 

Pero ¿qué hacer ante esa mella que el día a día en la vida del creyente va menguando ese ardor con el que comenzó el caminar? Retomando lo señalado respecto de que aquel pensar es fruto de nuestra carnalidad, puede decirse más ya que la misma es incitada por el Enemigo, es decir, éste nos impele a que nos fijemos en lo que no somos, en nuestras fallas, en nuestras torpezas, en nuestras debilidades, para convencernos de que no merecemos lo que se nos ha dado o peor aún: que no podemos alcanzar las promesas que se nos han dado.

 

Pensar así es poner la vista en nosotros, o más bien: en lo que el Enemigo quiere que pensemos de nosotros, más que en Aquel que nos ha llamado a salvación. Pero lo que debe tenerse en mente es que si nos mantenemos fieles, incluso a pesar de nuestros tropiezos, de nuestras caídas, seguros podemos estar de que el Padre hará en cada uno conforme pensó desde la eternidad.

 

¿Y qué hacer con ese sentimiento avasallador que embarga nuestro corazón cuando tropezamos, cuando caemos, vaya: cuando pecamos?  Quiero que veas algo curioso, providencialmente curioso. Levítico contiene las reglas relativas al culto, a la vida social y a la vida personal del pueblo de Israel. Entre sus muchas disposiciones hay algunas que, señalando la impureza de las personas al haber incurrido en alguna falta, señalaban que las mismas estarían así hasta el anochecer, es decir, había un término para su situación.

 

Ahora compara eso con el pensar de muchos que al tropezar, al caer, ya dan ese hecho como definitivo concediéndole efectos eternos cuando nuestras faltas no pueden con mucho estar por encima de la infinita misericordia y eterno amor de nuestro Padre.

 

Pero mejor aún, Cristo ha sido mediador de un mejor pacto, establecidos sobre mejores promesas, y, si en aquel anterior pacto las faltas tenían un límite, una vigencia por así decirlo, en este mejor pacto, por medio del sacrificio redentor de Jesús, se nos perdonan los pecados, pero no solo los pasados sino también los porvenir, siempre y cuando nos arrepintamos y por medio de Cristo vengamos a reconciliación ante el Padre.

 

Los elegidos no podemos quedarnos estancados en las fallas que seguimos cometiendo como parte de nuestra carnalidad sino ver esto incluso como ese proceso que el Espíritu utiliza para ir creando en nosotros el carácter de un hijo de Dios, después de todo cada día es un nuevo comenzar, una nueva oportunidad, un nuevo intentar y lo que es mejor ¡es todo tuyo!

 

 

Roberto Celaya Figueroa, Sc.D.

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Referencias:

Revelación 2:4-5; Filipenses 1:6; Salmos 138:8; Levítico 15:16, 19; Hebreos 8:6; 2 Corintios 3:6-11; 1 Juan 2:1-2; Romanos 5:10