Al iniciar el andar en el Camino, como respuesta
al llamamiento que del Padre se ha recibido, se tiene clara la meta a la que
uno debe llegar: nada más y nada menos que ser perfectos y santos como el Padre
mismo lo es.
Esa meta, si bien parece inalcanzable para uno –y
de hecho lo es-, es posible alcanzarla con la ayuda del Santo Espíritu de
nuestro Padre Dios que mora en nosotros. Pero dada nuestra carnalidad, el
esfuerzo que en el andar imprimimos puede volverse en contra del llamamiento
cuando caemos en el legalismo.
El legalismo implica que ante ciertas normas que
generalmente y de forma arbitraria establecemos desarrollamos acciones
tendientes a lograr eso, acciones que terminan satisfaciéndonos en nuestro
corazón aunque lejos estén estas de ser satisfactorias para nuestro Padre.
Respecto de esto, por ejemplo, hay quienes en su
mente establecen ciertas cuestiones cuyos requisitos ellos mismos declaran y
cuyas acciones tienden a cumplimentarlos dando una sensación de satisfacción
personal sin comprender que los designios de la carne son contrarios a Dios.
Es por eso que cuando uno sienta el ego inflado,
satisfecho por considerar que se están cumpliendo los estándares que el
llamamiento del Padre implica, debe analizarse para no estar cayendo en la
actitud del fariseo que ante Dios, a diferencia del publicano, se jactaba todo
lo que por sí y para sí lograba.
Esto no demerita todo ese esfuerzo que en el
andar imprimimos, sino que pone en la correcta perspectiva la nada que somos
para no jactarnos de lo que logramos y lo todo que de Dios necesitamos para
lograr ser perfectos y santos.
¡Ese es precisamente el estándar que debemos
lograr en todo lo que somos y en todo lo que hacemos: ser perfectos y santos!,
si por nuestra propia imperfección y pecaminosidad lo que consideramos acciones
justas son como paño de inmundicia para Dios, ¿alguien podrá decir que está
cumpliendo el llamamiento con perfección y santidad?
Si la jactancia se ha apoderado de nuestro
corazón, es decir, el creer que estamos logrando por nuestros propios esfuerzos
la perfección y santidad requerida por Dios, algo está mal con la visión que de
nosotros mismos, de Dios, y del llamamiento tenemos.
“Si me veo obligado a jactarme, me jactaré de mi
debilidad”, escribía Pablo en su segunda carta a los Corintios, nosotros
podemos decir lo mismo, si de algo tenemos que jactarnos es de nuestra
debilidad, ¿por qué?, porque Dios mismo ha dicho que Su poder se perfecciona en
nuestra debilidad.
Mientras avanzamos no fijemos la mirada
exclusivamente en las metas que vamos logrando pues podemos ensoberbecernos por
lo que vamos alcanzando, si no que veamos si en nosotros se va desarrollando el
carácter perfecto y santo de nuestro Padre Dios, después de todo éxito no solo
es lograr una meta, sino también saberte mejor que cuando comenzaste tu andar.
Roberto
Celaya Figueroa, Sc.D.
Formación
• I+D+i • Consultoría
Desarrollo
Empresarial - Gestión Universitaria - Liderazgo Emprendedor
Referencias:
Mateo 5:48; 1 Pedro 1:16; Lucas 18:27; Isaías
55:8-9; Romanos 8:7-8; Lucas 18:9-14; Isaías 64:6; 2 Corintios 1:30; 2
Corintios 12:9
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